<< El que viva verá. Me viene la idea de que, en secreto, persigo la historia de mi miedo. O, más exactamente, la historia de su desenfreno, más precisamente aún, de su liberación. Sí, de veras, también el miedo puede ser liberado, y en ello se ve que forma parte de todo y de todos los oprimidos (....)
La mujer libre aprende a apartar sus miedos poco importantes y a no temer al único gran miedo importante, porque ya no es demasiado orgullosa para compartirlo con otras...>>

Casandra, Christa Woolf


"¿Quiénes sois vosotros para decretar quién debería seguir vuestras normas y leyes inventadas?" Layla Anwar, Mujeres en Iraq: nubes rosas y rojas



jueves, 8 de julio de 2010

y "muere una puta", por helen...

En el blog de Helen.
Lo corto y pego.
Sin más...
(lo leí tras publicar mi entrada anterior... besos, helen. gracias por escribir como y lo que escribes)

"Muere una puta


Natasha fue encontrada sin vida en la bañera. Sola. Tres días después de su muerte.

¿De qué murió? De la vida misma es una respuesta rápida: para morir sólo hace falta estar viva. Pero, ¿Qué tipo de vida te lleva a morir sola en una bañera y que te encuentren a los tres días? ¿qué tipo de vida lleva a que tu familia no esté para estos trotes y decida distanciarse del asunto? ¿qué tipo de vida permite la muerte más dolorosa: la muerte en vida?

La respuesta más tentadora es pensar que una persona vencida a la fuerza letal del alcohol no podía esperar otra cosa; que alguien confinado a la marginalidad no podía soñar otra muerte. Cuando sé es transexual, puta y alcohólica –tres condiciones que van alegremente de la mano como hermanas en desgracia – la soledad es un asunto cotidiano, y la muerte, una cuestión de tiempo. Pero esta respuesta deja de lado aquello que afirmó Perlongher: “la fuga de la normalidad abre un campo minado de peligros”.

Hace muchos años escuché decir: “Estamos de luto. Ha muerto Juan Domingo Perón.” Un hombre, un nombre. Otra gente escuchó: “Españoles, Franco ha muerto”. Un hombre, un nombre.
Afortunadamente, nunca más volveremos a ver en vida a Franco ni a Juan Domingo Perón, pero sus imprentas históricas y el poder de sus nombres perdurarán por siempre en la Historia y el recuerdo de los pueblos.

Sin embargo, ante la muerte de Natasha no podemos siquiera decir: “Ha muerto Natasha”. Al llamar a la funeraria para saber cuánto hemos de recaudar en la próxima fiesta para pagar la incineración, tenemos que decir: “Ha muerto Nicolás”. Un nombre en un DNI, un desconocido, alguien que quizá nunca existió.

Hace años que Nicolás se fundió en el cuerpo revolucionado de Natasha. Aunque – afortunadamente – algunas funcionarias tienen ética y contemplan su nombre verdadero, al Estado y sus instituciones todo esto le importa una mierda. Vidas descartables. Innecesarias. Molestas. La basura va al contenedor, y de allí, a algún sitio inhóspito alejado de ciertas conciencias.

Mientras tanto, la manada aúlla y se da mordiscos. Peleas, algunas con sangre, dividen nuestra comunidad. Antonia deja de hablarse con Julita, Pepita está enfadada con Lolita, Maripili y Juanita no se hablan por una nimiedad que se transforma en asunto de Estado. Ceños fruncidos. Broncas. Desvelos. Traiciones. Mentiras.

Flori me dijo: “Moriremos todas solas”. Yo creo que lo peor es que no nos damos cuenta de que vivimos solas, que nos cuesta aceptar todas esas noches que nos adormecimos en colchones de púas, que corremos un tupido burka anfetamínico sobre nuestra capacidad para crear mundos vivibles mientras ahogamos en alcohol nuestros miedos más profundos. Y, entretenidas con nuestras disputas, vamos dejando que el óxido nos corroa lentamente.

Nenas, no queremos cadenas. Queremos libertad. Y la libertad exige una responsabilidad atroz: la de una ética que nos una no porque la sociedad nos machaca, sino porque vivir es una guerra permanente: contra la violencia de un sistema uniformador; contra la desolación de un paisaje pintado con la pátina sombría de la marginación; contra el clientelismo que instala a mercaderes de la vida en las instituciones que deberían defender los derechos humanos, como el de “vivir y morir con dignidad”.

Maripili, Julita, Pepita, Juanita: no mires para otro lado. Pon la bronca en su lugar y únete a tu hermana porque, como decía el Martín Fierro y mi papá cada día después de la cena: “Nunca se olviden de esto: los hermanos sean unidos, esa es la ley primera, porque si entre ellos se pelean los devoran los de afuera”.

Mientras tanto, discuto fatigosamente con funcionarias de la Generalitat por un informe sobre la homofobia en Catalunya que no se quiere publicar. Y me entristezco soñando qué pasaría si asumiéramos la responsabilidad de poner límites a la injusticia, qué pasaría si cada marica, cada bollera, cada trans, cada puta, loca, inmigrante, desgraciada, marginada y pisoteada por este sistema de discriminación de lo bueno y lo malo, lo normal y lo perverso, lo aceptable y lo aniquilable, uniéramos nuestras fuerzas contra el fascismo que mata en vida.

Y lo que más me jode de todo: que no puedo evitar pensar que soy una paranoica, que mi enfado es injustificado, que peleo con molinos de viento en un desesperado intento de construir una burbuja de paz y felicidad, esos gloriosos conceptos.

Entonces es cuando me cago en la paz, en la felicidad y la bondad; vomito mi rabia sobre las leyes que intentan tapar una injusticia atroz y deseo fervientemente una performance queer de Violencia Ribas.

Natasha, que descanses en violencia y puedas así vomitar tu soledad sobre los zombis que jugamos a la convivencia pacífica. Amén."

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